Esta semana hace justo un año que estaba paseándome por Tailandia… sin duda, uno de los mejores viajes de mi vida. A pesar de que fueron pocos días, 12 en total, los vivimos tan intensamente que estoy seguro que jamás lo olvidaré.

La nostalgia me ha hecho abrir Lightroom, irme a la carpeta de 2013 y buscar la subcarpeta «2013-10 Tailandia». Me encanta poder revivir ese viaje al repasar las no más de 500 fotografías que hice. Si, tan solo hice 500 fotografías. Curiosamente cuando viajo por motivos personales, sin casi darme cuenta, hago las fotos «justas»; prefiero vivir el viaje con quien me acompaña, poder empaparme de esa nueva cultura, gastronomía, paisaje, etc. Mi esposa siempre se queja de que tengo pocas fotos de nuestros viajes y demasiadas de esa última sesión de fotos… Razón no le falta, de hecho, repasando el archivo, veo que por ejemplo disparé más de 1.200 fotografías durante esa mañana con Audi o las más de 1.500 que capturé en menos de una semana durante el viaje a Polonia (en el que ella no estaba, claro).

Monjes budistas en Wat Rong Khu, el templo blanco de Chiang Rai (Tailandia), capturando sus recuerdos con smartphones.

Hay quien lo captura todo, con el visor de su cámara pegado al ojo y no ve más allá de su zoom. O bueno, ahora quizás sea más popular viajar mirando la pantalla del smartphone de turno… Me pregunto si realmente estarán viviendo ese viaje… ¿qué harán con todas esas fotografías? ¿tendrán el síndrome de «Diógenes fotográfico«?

Cuando yo viajo no busco volver a casa con un pedazo del destino metido dentro de mis tarjetas de memoria, no busco esas fotografías perfectas que entregaría a un cliente; simplemente busco volver con recuerdos, recuerdos fotográficos, a veces incluso malas fotos que nunca enseñaré, pero que son recuerdos que al verlos me «teletransportan» a ese momento vivido, a esa situación, a ese olor, a esa persona, a ese sentimiento, etc. No capturo todo lo que veo, pero si veo (y vivo) todo lo que capturo; el hecho de estar viviendo el viaje me impide perdérmelo estando detrás de la cámara ajustando exposición, calculando profundidad de campo y demás…

Para terminar esta reflexión, os dejo con algunas fotografías que me recuerdan el momento vivido al visitar las padaung o «mujeres de cuello de jirafa», unas refugiadas que no poseen pasaporte ni derechos como ciudadanos, proceden de la parte tibetana de Birmania y forman parte del grupo étnico Kayan, Karen o Karenni. Están afincadas en un poblado ubicado entre Chiang Mai y Chiang Rai, lugar de dónde no las dejan salir.

A pesar de ser «una atracción turística», incluso cobraban entrada para entrar en su poblado, no dejó de sorprenderme. Niñas muy pequeñas llenas de aros para alargar sus extremidades (algunas no sólo llevan los aros en los cuellos, sino también en brazos, piernas y orejas), recostadas al lado de pequeñas barracas en las que vendían diferentes artesanías. Junto a ellas se encontraban sus madres y abuelas, con espectaculares cuellos largos, orejas dadas de sí…

Podría haber capturado infinidad de fotografías más, y os puedo asegurar que tendría «fotones», pero preferí jugar con las niñas, hablar con sus madres, reírme con sus abuelas… esos recuerdos no caben en ninguna tarjeta de memoria.